La nostalgia de los mercados

Hemos olvidado el valor histórico, de aquellos sitios de provisión, donde aún se compra lo que a diario comemos.

Por: Juan Carlos Contento García

Qué placentero es sentarse a la mesa, en el sagrado momento de la comida. Ese ritual que para la mayoría ha perdido la esencia de su significado humano, pero trascendental, del acto que nos ha permitido socializar, compartir, planificar y hasta soñar, mientras le damos a nuestro cuerpo la base orgánica, necesaria para su existencia, a través del alimento.

Cada comestible, parece entonces, convertirse en un testigo mudo que quisiera hablarnos, mediante su colorido, su textura y su sabor, para contarnos de su procedencia, de su nacimiento, su cultivo y de todo lo que tuvo que ver y que pasar para llegar hasta nuestra mesa; para él, su honorable destino; ¿Cuánto sabemos de esto?.

¿Qué pasó con la importancia, que tenía pronunciar alguno de los nombres de nuestros mercados, cuando se consideraba un privilegio vivir en la cercanía de uno de ellos? Tal parece que ahora es motivo de vergüenza y preocupación, para la mayoría, y de nostalgia para unos pocos.

Lo primero, porque un mercado es sinónimo de basurero. Lo segundo, porque da idea de maleantes y rebusconas, que tratan de abordar, en el anonimato, al incauto o descuidado que se delate en su presencia. Los melancólicos suelen ser aquellos abuelos, que se niegan a comprar en otra parte, tratando de encontrar en cada rincón de su viejo mercado, las voces familiares y los recuerdos perdidos de sus mocedades ¿Quién conoció El Manteco y Altagracia? ¿Quién los recuerda?

Tratando de refrescar un poco lo contemporáneo, buscando las coordenadas del nacimiento de nuestros mercados municipales, hay que pronunciar, necesariamente, Los Cien Arcos. Según referencia de Rodríguez Marrufo, Corresponde este nombre, al primer mercado municipal de Barquisimeto, el cuál gestó el entonces presidente del Estado Lara, General Jacinto Fabricio Lara, y que quiso inaugurar en la conmemoración de los cien años del natalicio del Libertador Simón Bolívar; idea que no pudo llevar a la práctica, pues su culminación se vio truncada por falta de presupuesto.

Correspondió entonces, al siguiente gobernante, General José Rafael Gabaldón, abrir por primera vez las puertas del mercado de Los Cien Arcos, en 1.886, justo al costado de la Plaza Bolívar de nuestra ciudad.

Este mercado experimentó un lamentable descenso en sus actividades, ya que –según lo refiere Medinaceli- los expendedores, en varias ocasiones eran llevados a la fuerza a vender sus productos. Ellos por su parte se quejaban de poca seguridad e insalubridad. El periódico El Teléfono, en 1.890, denunciaba que la carne que se expendía en el mercado era “Mala, increíblemente mala, flaca, de mal gusto, mal color y subido precio”. Por otra parte, la proliferación de las pulperías, más cercanas a los compradores, contribuyó a la inasistencia del público al mercado de Los Cien Arcos, siendo abandonado por los comerciante en 1.937.

Luego de esto, el local se usó como eventual teatro, hospital, centro de conscripción militar, sede universitaria, hasta que fue demolido, para dar paso a la construcción del Edificio Nacional, que hoy conocemos.

En 1.936 la población de Barquisimeto había llegado a 36.000 habitantes, por lo que el General Gabaldón, ordenó la construcción de cuatro mercados: El Manteco, Altagracia, San Juan y Terepaima. El primero fue muy célebre, al punto de aparecer en una canción de Billos’ Caracas Boys; hoy ya no existe. Altagracia dejó de vender alimentos para vender ropa. Solo San Juan y Terepaima sigue funcionando bajo su objetivo original.

Más que meros centros de expendio de alimentos, nuestros mercados municipales conservan un valor histórico, al que pocas veces miramos y que muchos ciudadanos no conocen, a pesar de haber nacido en suelo larense. Es una lástima que se haya demolido el mercado de los Cien Arcos, de exquisita arquitectura o que los mercados subsiguientes, como el de Bararida y del Chivo, apenas conserven borrosos trazos de sus rasgos originales.

El ritmo del modernismo es avasallante y a veces un depredador inmisericorde, que no se detiene ante nada ni ante nadie, alterando no solamente fachadas y recintos, también imponiendo nuevos hábitos y tendencias. A la hora de comprar alimentos, también hay nuevas modas. Lo popular se ha traducido en cooperativas, donde hay que hacer largas colas para entrar y mercar, bajo la premisa de precios solidarios. Lo refinado y sofisticado, ha dado origen al modelo de mercado americano o supermercado, en algunos casos tan modernos, que están invadidos de tecnología, como carritos con calculadoras y rayos láser que dicen los precios de los artículos.

El adelanto tecnológico no es malo, el populismo de la compra tampoco; lo que sucede es, que los mercados municipales que aún existen y los fantasmas de los ya extintos, nos reclaman por su dignidad, exigen su reivindicación, de ser imposible en lo material, por lo menos merecen un sitio en nuestra memoria, en las páginas de nuestra historia y en obligatoriedad que nos imponen de pronunciar su nombre ante nuestros hijos, para contarles sobre ellos, con el mismo apego filial que hablamos de nuestros padres.

Si hay dinero y ganas, para construir playas artificiales, o para ensanchar avenidas que ya existen, ¿Porqué no le damos una honorable y digna pensión, a nuestros mercados municipales, que aún se resisten a postrarse? ¿Porqué no llevamos a nuestros niños a pasear al mercado viejo, para que disfruten colores y sabores, que ni siquiera nosotros podemos contarles? Así aprovechamos para hablarles de Tío Tigre y Tío Conejo, -hoy también serán abuelos- mientras compartimos un posicle, pues todavía se consiguen. La pereza cultural produce una peligrosa amnesia. Abandonar nuestra historia es condenarnos a un futuro sin identidad.




Comentarios

Entradas populares de este blog

REPORTAJE: EL MANTECO

Los refugiados de la calle 9