Los refugiados de la calle 9

Juan Carlos Contento García
Subí las escaleras para llegar a mi oficina. En el trayecto me encontré a una vecina que lucía una cara de preocupación. Sentí la obligación de preguntarle el porqué. Respiró profundo y me contó que se vio envuelta en un pleito callejero, cerca de allí. Quedó atrapada en el centro de una guerra de botellazos y, para colmo, el carro se le apagó, siendo sus vidrios, entre otras cosas, los más susceptibles a sufrir las consecuencias.

Justamente, en la esquina de la calle 9 con Avenida 20 fue el campo de batalla. Allí residen unos ciudadanos de los cuales nadie está seguro de dónde salieron. Hay quienes dicen que son damnificados. Otros aseguran que son una sociedad variada, compuesta por artistas de la calle, indigentes y otras especies nuevas de desposeídos. Lo cierto es que tomaron las instalaciones de un edificio desocupado y ahí se quedaron. Hombres y mujeres viven allí. Hasta ahora no se han visto niños y, quiera Dios que no los veamos, porque si es muy triste para un adulto vivir en esas circunstancias, cuánto más para un infante, que además de las carencias, estará bajo miradas abundantes, más allá de la protección que escasamente le puedan proporcionar sus padres.

Retomando el tema de la batalla campal, protagonizada por estos vecinos nuestros y según versión de residentes de las cercanías, todo se inició por una discusión doméstica. Salieron a volar botellas, en generosa cantidad. Caían a la calle y hacia la Avenida 20, la cual todos conocemos, así como tenemos una idea de la cantidad de automóviles y transeúntes que por allí circulan...gracias a Dios que estos señores tienen muy mala puntería. También hubo machetes en mano, que blandieron en actitud amenazante, sin consecuencias lamentables, afortunadamente.

Existen colegios en las cercanías de este refugio. A diario, se ven niños y adolescentes desfilando frente al lugar...unos con miedo, otros con la típica picardía de nuestros muchachos, pues se ha escuchado que allí se puede apreciar, a plena luz del día, espectáculos poco decorosos, que atentan contra la moral y las buenas costumbres, protagonizados por algunos refugiados de la calle 9, presumiblemente bajo efectos del alcohol o cualquier otra sustancia, que seguramente consumen para mitigar su realidad.

Hay que poner orden. En eso estamos todos de acuerdo. La teoría dice que debe primar el equilibrio social y la práctica de las virtudes que nos permiten ser una sociedad ética, amén de que todos tenemos derecho a nuestra ciudadanía plena, entendiéndose que allí está incluida la seguridad personal ¿Qué se está haciendo al respecto? No se trata de que quienes tienen la autoridad y los recursos para tomar una acción positiva, engorden la vista a la hora de poner el ojo en el problema. Por otra parte, no creo que la solución sea quemarlos en la hoguera; también son seres humanos. Es evidente que ellos, al igual que nosotros, viven entre el bien y el mal y, tal vez, sus actos sean consecuencia de una mezcla de dolor, resentimiento, escasez, resignación y falta de comprensión.

Somos nosotros los que tenemos que preguntarnos ¿Qué podemos hacer para ayudar y prevenir situaciones similares? Seguramente, lo más fácil será decir que estamos eximidos de esas responsabilidades ¿Quién quiere acercarse a ellos para escucharlos y saber a ciencia cierta de sus anhelos, necesidades y angustias? “Manden a la Guardia, para que les caigan a planazos”,comentó alguien, amigo de la represión. Debería materializarse uno de esos tantos planes que se diseñan para atender casos como este, para darles la posibilidad de salvarse e integrarse productivamente a la sociedad y vivir con dignidad, con orgullo y con fe. Mientras esto llega, no sobra tener cuidado, al transitar por la calle 9.

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